EL ÁRBOL






He plantado un árbol. No tiene edad. Vivirá cincuenta, cien años y morirá mañana. Morirá en el mañana de alguien.

No sé nombrar su edad. Lo planté con mis manos, comenzó a crecer y se olvidó de mi. Él tampoco sabe mi nombre.

Cuando abrí la tierra coloqué su semilla con gran determinación, para que el árbol exista apesar de la tierra que no lo conocía.

Cuando el sol reina en el cielo el árbol abre sus ramas, sus hojas y su tronco. Entonces las ramas se afinan, se resquebrajan, comienzan a secarse hasta hundirse en la tierra.

Cuando las nubes se descubren el frío entra como un animal escapando del bosque. El viento huracanado tuerce al árbol, lo golpea, lo devasta, lo parte.

El árbol se rompe. Apenas se ve una parte del tronco enterrada en el bosque. La otra mitad del tronco y las ramas han caído al suelo donde la lluvia los envuelve día tras día.

Ayer a la madrugada corría escapándome de la noche, y para ocultarme elegí cobijo debajo de sus ramas. El árbol pudo protegerme de la lluvia. No era una lluvia furiosa claro, no era una tormenta, y el árbol resistió.

Pero la tormenta de hoy acabó con el árbol. 


La tormenta de hoy rompió el cielo y lanzó rayos destructores a los techos de las casas. 


Y el árbol no resistió. 


El árbol cayó.


Por eso hoy planté un árbol. Porque quiero que viva. Y estoy absolutamente determinado a hacerlo surgir para que exista quebrando al tiempo.

Vivirá cincuenta, cien años o morirá en el mañana de alguien, no lo sé. 


Pero si lo veo en pie significa que todavía puedo guarecerme debajo de sus ramas. Porque la tormenta aún no se lo llevó, y quizá nunca se lo lleve, porque este árbol es flexible y no lo rompe la tormenta.

Este árbol se doblega furioso con el viento espantando a todos los animales que en la mañana hicieron nidos en su corona.

Este árbol me dice: vete de aquí, ya no es tiempo para sentarte sobre mis raíces, soy un servidor de la tormenta.

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