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Es una gota maíz que un cerdo picotea su llaga. Deambula
sin acuerdo incitando la corriente. La ventisca también
hiere cuando sabe vibrar. Cuando exhorta y te agita, te agita todo.

Así son tus preguntas.

Sos el siguiente devorador y te escribo porque te quiero.
Lo que nos separa soy yo,
pero yo nada significa, nada dice. Mejor vibrar se come,
se duerme, se enarbola para decir seduce el que protege
su vida sabe a temblor hacia la nada reina en la
cúspide que alguien construya un doble 
para dejar la carnada de los hombres perro.

A saborear el mundo entre mis manos.

Cuando me ves yo huelo comadrejas a punto de tomar el poder.
Eso me alienta. Despierto y viajo. Aveces me golpeo porque
el amor es un golpe. Aveces me desangro

para regar la noche de mi raíz.
Riego el campo con mi cuerpo. Me saco el hígado, esa joya
temblante, para colocarla en el ojo de la tierra.
Pido un deseo. 
No despierto. 
No vuelvo a despertar.

Mientras sigo no sé si lo que he deseado se materializó
o si mi vida contagia los deseos que alguna vez tuve.
Cuando niño tenía hemorragias continuas porque mi sangre
quería salir de mi cuerpo.
El amor es un golpe que extrae vida donde ésta es obscena.
Yo voy por delante de mi obscenidad pero aveces me juega una mala pasada,
entonces despierto con gente que no conozco, tan llorones y adoloridos niños perro. 
Yo los escucho, los abrazo y mi sangre sueña dejarse caer, 
quiere saltar por mis oídos, eyectarse por mi boca, salir salir salir.
Yo la contengo,  y entonces también me quedo triste, 
pongo carita de perro y me largo sacudiendo la cola.
Pero cuando me voy pido un deseo.
No despierto.
No vuelvo a despertar.

Recuerdo el día en que me convertí en perro: refregaba mi pelvis
en los campos de tabaco. A lo lejos sonaban al unísono 
los cantos de labores esclavas. Me gustaba perderme
de sus ojos, y a escondidas, entre las matas, hundía 
mi verga en las narices de la tierra y no paraba hasta ver sangre.

Ahora siento que están desapareciendo cosas...

como si las puertas crujieran hacia afuera, como si sangran,
como si la azotea fuera un patíbulo al que salgo a pescar de nuevo mi cabeza,
me toco y tengo labios de pescado, abajo y arriba,
y entre mis piernas el pescado mueve su cola escamada con una cresta de espinas finísimas,
y me coloco, me levanto, dejo mi verga mirar al cielo,
y todo la cruza, porque su cabeza se ha convertido en labio,
cada vez más húmedo, brillante y blando,
como un pequeño colchón de la noche.
Será una madriguera y allí emprenderán travesías,
y se colgarán de ella como un encanto
porque el cielo quiere cantar, y el aire
que levante las caderas con mis manos para dejarte libre del suelo, 
para volar afuera de la cama, la choza, la paja,
sin dejar nada más que piedra brotante,
palpando la frescura de la fruta que no para de llover

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