PÁJAROS SALVAJES
Ayer al mediodía sospeché que un vuelo rasante había muerto.
Miré mi mano y efectivamente, en el cerrar y abrir, mi corazón latió dejando
coincidir los objetos con sus antiguas sombras.
Debajo mío había un pájaro. El vendaval lo condujo hasta la
esquina de mi balcón. Era solo madeja y lana doliente. Sin saber que hacer, su
pecho agitado bombeaba un semicírculo. Sus plumas se inflaban, bum, bum, bum, y
su pico, que guardaba el movimiento eléctrico con que el ave sueña, se hallaba
partido, brotando de su interior un fino manantial de sangre roja, pero oscura.
Tomé el ave en mis manos, y sin querer, formé un corazón. El
pájaro en el centro parecía una orgía brutal, o sus miembros, que aún se
mancillaban, simulaban moverse, estaban cerca, como una isla a cuestas.
Por encima de nuestras cabezas una bandada de cuervos cruzó
el cielo. No cantaban. Su lenguaje era un graznido, algo similar a una burla o
una carcajada. Yo miré el ave que todavía cobijaba entre mis manos, su cuerpo
caliente aún cantaba, y parecía decirme en cada piar que en sus ojos la noche
resplandece como una perla flotando sobre una negra laguna.
El pájaro cada vez perdía más el color, y su canto se volvía cíclico.
Las plumas iban perdiendo estrechez de tulipán. Por ende, los colores que yo veía
eran fruto no sólo de la pigmentación sino del ordenamiento, de la distancia,
pluma sobre pluma.
No podía dejar de contemplar.
No podía dejar de dolerme tanto la vida como en ese instante
de canto hermoso.
Los pájaros salvajes, en cambio, vierten su agitación
espumosa en su matriz, que es el cielo, o el agua, donde cazan y escupen.
Siempre me llamaron la atención esos pájaros con lengua ancha que doblan una de
sus patas y dejan la otra clavada debajo de la tierra, o los que hunden la
cabeza debajo del pasto, o los que nadan y vuelan según la temperatura.
Creo que me he desviado.
Yo pensaba que el pajarístico es diferente en los pájaros
domésticos que en los pájaros salvajes.
Quizá ya debería haberlo dicho: me gustan los pájaros
encerrados.
Dudo si es una decisión o una costumbre pero cuando los
patios de las casas tienen jaulas de pájaros que cantan siento que toda las
casas son una jaula y que hasta mi cuerpo es la jaula, no de mi alma, sino de sí
mismo.
Creo que las jaulas me ayudan a ver que las abuelas aman a
las mascotas encerradas porque necesitan un compañero de ruta en su propia
celda. Todo esto me produce una gran simpatía.
Los pájaros salvajes sin embargo producen otras cosas.
Tengo cierta dificultad en discernir si los pájaros que
habitan la ciudad son salvajes o si ese concepto solo puede aplicarse a los
territorios silvestres como el monte, los desiertos y las playas. En verdad no
creo que los peces cuyo abdomen conoce la ribera puedan catalogarse como
salvajes, el mero contacto con la tierra que pisa el hombre los humaniza.
Lo mismo pienso de los pájaros.
Imagino que los pájaros del Tibet no son salvajes sino
profundos. Y sobre aquellos pájaros que descienden por la boca de un volcán y se
les ocurre hacer allí su nido no puedo más que pensar que el fuego es parte de
su memoria así como el agua es parte del lenguaje de los delfines que parecen
jugar cada vez que hablan entre ellos.
Me pregunto si el adjetivo de salvaje quiere decir algo más
que lo que pienso. Puede ser algo extremadamente único, sin contacto con un igual.
Quizá la bandada ya denota un signo de intoxicación al pàjaro salvaje. Su
punto máximo son los relatos de seres ominosos que trascienden cualquier
categoría. Los bestiarios. Aquellas criaturas tan extrañas que al no poder
generar alguna asociación producen miedo.
Pero yo no le temo a los pájaros salvajes. Más bien me
intriga la manera que tienen de hablar, su graznido esporádico y demandante
mientras agitan sus alas, como si siempre estuviesen a punto de volar hacia el
cielo.
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cuya voz