EL AMOR

Primer parte

No hacía mucho que habíamos llegado a casa. Elizabetha tenía tres o cuatro mujeres que le eran iguales. Veíamos pasar las camionetas atolondradas y nos quejábamos de la imprudencia, posteriormente decendía uno y veíamos al mundo pararse. Nos divertíamos.
Bergson trajo la confianza en los brevarios, enfermedad del lector desprolijo y voraz. Elizabetha cobijaba mi frente en su pezón, es decir, en su lugar más rugoso. Me hacía un hueco para que acomodara mi nariz y poder respirar su cáncer. Intentaba tragarselo todo. Mi mano izquierda apretaba su otra teta para sentir la aureola por debajo del satén. La interferencia eran cordones cruzados y tensos. Mi boca le ardía hasta hincarme por debajo. Le apretaba el abdómen, rascaba el alquitrán de sus costillas para aliviar la alergia. A veces pasaba semanas sin mirarla, pero mientras ella hacía sus labores torpes y superfluos me gustaba levantarle la pollera y acariciarle la cola, pasarle los dedos por el medio de la concha y enrular la apariencia de un bagre japonés mentiroso y llorón. El enchastre de su pichí se nutría de los restos de comida, las cucaracha, algodones con sangre tirados, colchones rancios y cortinas de fantasía barata.
Cuando nos visitaban era irresistible observar como el invitado miraba por dentro de Elizabetha, oliendo exactamente lo mismo que yo. Con la posibilidad de tomarla y enterrarle el morrón hasta la glotís sin que a ella se inmutara.
El acercamiento a la siesta mantenía la misma ingenuidad que su lectura. En nuestro primer cumpleaños le regalé un diccionario usado y roto, y como ella no quería escapar a su predestinación se puso eufórica, sonrió, lloró y se meó. Después me increpó: ¡Que mierda, que mierda! Ahora tengo que leer esta mierda hasta que me muera. No me dejes.
En estos casos yo intentaba esconderme en algunos momentos de la casa. A veces me ponía a cagar y estaba dale que te dale media hora, despues salía y me la cogía en el baño, ambos desesperados por lamer la costra sucia. Otras procuraba queso o jamón, algun regalo de sus empresarios fiesteros, algún porrón de sus narcotraficantes amistades. Linyeras haciendo el trencito con abuelas morrudas que destilan calostro cuando les viene el celo.
Regresaba del trance como si nada. Me aceraba al escritorio y le habalaba con mi verga de tet a tet. Elizabetha mordía y desgustaba, se refregaba mis huevos por los ojos y comenzaba a corcovearse. Cuando caminaba lograba especial cuidado en arquear su columna hasta desacomodar sus vertebras, de la forma mas insana. Por esto en la calle le gritaban globitos, mamá o gordita. Calificativos todos erróneos y ofensivos ante una mujer tan bella. Sin embargo no podía negarse que su ganas de entregar la cueva y su gran afección por las acciones legales (de chiquita se acostumbró a estar en el brete de las demandas y los juicios) le habían hecho fama de puta. Igual, no dejaba que nadie me hablara sobre ella de tal forma. Como el hijo bien mandando que era, me tragaba las miradas o las insinuaciones de los kioskeros y se las repetía en el oído mientras con mi dedo le rajaba el orto, corriendo riesgo de que se cayera por la escalera mientras la subía, de tan caliente que la dejaba. Era dificil estar frente a mi madre y no puntearla. La pija se alargaba como chupada por el vacío, y su rostro cambiaba al de tres o cuatro madres, iguales y diferentes. Ahora entiendo que su forma de putear mientras se la enterraba era la usanza de las autoridades en reproche, a quienes se les vuelve imposible el extravío de estos hallazgos de culpa. Por ahí gotea el odio, y también el cariño.

Texto: MB
Plástica: Andrés Vico
A partir de El infierno tan temido de J.C.O.

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